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"Me excita andar desnuda en público"

Me monté en el carro de mi novio y, en par de minutos ya estaba completamente desnuda en el asiento del pasajero. No recuerdo en qué momento me quité la ropa, solo que todo comenzó con sus dedos traviesos coqueteando con mi pubis.

Cuando llegamos a su casa, agarró mi ropa y se bajó del carro. Molesta, le suplicaba que me diera la ropa porque me quería bajar, pero a él no le importaba; me miraba y se reía con una bellaquera macabra, sucia, morbosa, o más bien, se reía por la idea de que yo caminara desnuda por su urbanización y que sus vecinos me vieran en el sexy walk of shame.

Crucé mis brazos y me negué a bajar. 2 minutos después, cuando el calentón del carro comenzaba a subir, guardé la vergüenza en la guantera, respire hondo y con la frente en alto abrí la puerta del carro y me bajé.

Caminé como toda una diosa por la calle, disimulando mis ganas de mirar hacia los lados. Lo hice con tanta naturalidad que cualquier vecino pudo pensar que era una  francesa en Montalivet. Con cada paso mis glándulas de Bartolini gritaban como Tito Trinidad “¡Cupey, Cupey!” y con cada grito, me mojaba aún más.

La idea de que algún vecino me estaba viendo, mezclado con la cara de admiración de mi jevo y la brisa cálida sobando mi piel desnuda, me excitaron tanto que no quería llegar a la casa, quería seguir caminando por la calle hasta perderme en un orgasmo infinito. Pero el semblante voyerista de mi parje me distrajo, así que doblé a la derecha hasta llegar frente a él.

Y pasó lo que tenía que pasar.

Nos besamos con una intensidad apocalíptica, lo quería destruir y me quería destruir. Nos queríamos consumir. Le bajé los pantalones y casi sin darme cuenta, me estaba chichando en cuatro en la entrada de su casa.

Me viró, me agarró la cara y con todo el amor del mundo me dijo: me encanta que seas tan bellaca. A lo que respondí: cállate la boca y vámonos pa’l cuarto.

Solo tratando sabrás si te gusta la apodisofilia.

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