En la década del ochenta y principios del noventa, en la televisión boricua había una oferta para el público infantil bastante variada. Yo crecí con varios programas, entre ellos “Teatrimundo” de Sandra Zaiter, “Contra el reloj con Pacheco” y “El Tío Nobel”. Nunca pude identificarme con el programa de la señora Zaiter, pues ella andaba con un grupo de inadaptados sociales: un pollito que uno no sabía si era gallina o gallo, una niña majadera y annoying personificada por Dagmar, y Lou Briel disfrazado de niño pirata. Como diría el maestro Dean Zayas: “Los niños de Puerto Rico deberían demandar a Lou Briel por ridiculizarlos”. “Teatrimundo” (que luego fue conocido como “Telecómicas”) era una porquería y de eso no hay duda.
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El programa de Pacheco era bastante entretenido, ya que los juegos eran bien intensos considerando que los nenes se exponían a coger bolazos y a partirse una pata corriendo por aquella tarima demadera podría. Para mí, el señor Pacheco nunca caló en mi corazón, pues me estaba sospechoso que este sujeto vino desde España a bregar con majaderos en una isla tropical y no utilizaba su verdadero nombre; además, solo Pacheco, el salsero Marvin Santiago y Satanás eran los únicos seres que se atrevían a usar un gorrito tan ridículo. “¡Ayuda celestial!”, gritaba Joaquín Monserrat -nombre de pila de Pacheco- para que la producción ayudara a algún nene mongo que no pudo tumbar unas trapo 'e botellas con una bola.
Sin duda alguna, mi favorito siempre lo fue Tío Nobel. ¿Por qué era el favorito? Ahora te contaré:
Tío Nobel representaba al familiar cool que todos queríamos tener
Nobel Vega era un tipo delgado que daba la impresión de que había empezado a beber a las 10:00 a.m. de un martes. Vestido de capitán y montado en un bote de madera, llegaba a su programa casi flotando para arrancar los gritos de niños y madres solteras buscando padrastro. Recuerdo sentarme frente al televisor y el olor a Budweiser pasaba por la pantalla, y recuerdo bien que era esa cerveza porque mi papá también la bebía. Su sonrisa maliciosa y sus dientes rubios, daban la impresión de que Tío Nobel se estaba burlando de alguien pero no podía decirlo, especialmente en la parte donde ponía a los chamaquitos a hacer ejercicios.
Nobel nos enseñó que para llegar al éxito, no se necesitaba el talento, sino ser capaz de hacer el ridículo
Yo fui una vez al programa del Tío Nobel. En aquel momento, yo sentía que estaba, olvídate, en las puertas de Hollywood. Comenzó el programa y yo lo di todo: bailé, canté e hice los ejercicios como ningún otro niño los hizo alguna vez, y considerando que yo era un niño obeso, tengo el récord de más jumping jacks realizados mientras los senitos me brincaban. Obviamente, el Tío Nobel me vio (ese era mi propósito) y me pasó a la prueba final, donde con unas palancas debía sacar juguetes de algo parecido a un playard. Mi contrincante era una niña que fácilmente me llevaba tres años y podía ser luchadora de la Capitol Sport Promotion. Sin sudar, la desgraciá me dio pasta y queso. Aquella muchacha dominaba aquella herramienta con la misma facilidad que le daba a los dumbells, y me ganó vía pela. En ese momento controlé mi llanto porque yo deseaba con todas mis fuerzas ser “el copiloto del día”, luego entendí que no había llegado a esa posición por méritos, sino por hacer el ridículo y Nobel se aprovechó de que yo era simpático y débil. Todas las noches he soñado con eso y sigo odiando a aquella niña. Donde quiera que ella esté, no dejo de desearle lo peor en su vida.
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Hay gente que odia a los niños… y eso está bien
Nobel frente a las cámaras acariciaba el cabello de los niños y lucía muy paternal, pero cuando las cámaras se apagaban, cambiaba totalmente. Varios de mis amigos y yo vivimos la experiencia de ver a Nobel fumándose una cajetilla después del programa, y cuando fuimos a saludarlo, casi nos manda pa’l ca porque estaba esperando el pon que lo fuera a recoger en el estudio. Imagínense ustedes: estás haciendo la fila para que la producción te dé un Frutsii y un hamburger frío de Burger King, ves a tu ídolo, te vas detrás de él y el tipo casi te da una patá en las nalgas porque ya está harto de los gritos infantiles. Siendo sinceros, todos hubiésemos hecho lo mismo. Nos enseñó a no perder la esperanza… o algo por el estilo
El Tío Nobel siempre mencionaba un “libro de oro” donde estaría tu nombre y él lo mencionaría en su programa. Entrar a ese libro era más importante que entrar al cuadro de honor en la escuela. En nuestra ignorancia, creíamos que el nombre saldría mágicamente (los papás tenían que enviarle al Tío el nombre por correo con una cajetilla de cigarrillos), y pasamos -semanas- años esperando que saliera el fucking nombre para ir a frontear al barrio. Al parecer, Tío Nobel se inventaba todos los nombres porque nadie conoce a una persona que lo hayan mencionado. Nobel nos enseñó que la fe es algo bien poderoso si la usamos a nuestro favor, especialmente para coger de zánganas a las personas… como hacen muchos pastores.
A veces no perdemos, solo somos “casi ganadores” A pesar de su fuerte olor a nicotina y alcohol, el alma de Nobel era noble. Cuando los niños participaban y perdían, él no les decía “perdedores” sino “casi ganadores”, creando con este eufemismo la zapata para los millennials. Nobel pudo ser honesto y decirnos “eres un bacala’o”, pero no, prefirió usar unas palabras que nos curaran el espíritu, y es por eso que nuestra generación no acepta culpas ni errores cometidos, sino que recurren a las excusas baratas.
Tío Nobel, gracias por todo lo que hiciste por nuestra infancia… quizás no fue mucho, pero al menos no eras Loubrielito.