Contexto

A mí me lanzó Jaime Córdova

Columna

La tarde que vi por primera vez a Jaime Córdova, el sol estaba templado y el viento alisio cargaba olor a playa. Coincidimos en un parque de béisbol en Luquillo. Él acompañaba a su hijo a practicar y yo hacía lo propio con el mío. Lo observé con curiosidad, porque caminaba con elegancia por el terreno, como si fuera dueño de todo aquello. Y lo era, aunque nunca lo demostró.

El hombre espigado, de mirada profunda y gentilezas a flor de piel, que saludaba a todos como si fueran su familia, no sólo era un padre responsable y amoroso, también era una legendaria gloria del béisbol nacional. Lo supe aquella tarde viéndolo caminar entre los niños de nuestro pueblo, reflexivo y sonriendo, como siempre. Era todo una sonrisa, un gesto de calor, de sencillez. Un caballero.

Aquella tarde una pregunta me interrumpió el pensamiento. Como si el destino quisiera que lo conociera, un compueblano luquillense, que lo saludó mientras caminaba hacia nosotros, me susurró una pregunta:

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– ¿Tu sabes quién es ese?

– No. Le contesté.

– Ese es Jaime Córdova, “El látigo”, pitcher. Ese tipo es una leyenda. Se ganó a Cuba en el Mundial del 51. Puerto Rico fue campeón mundial; la única vez. Vive aquí en Luquillo.

Al segundo de la importante advertencia beisbolera, tuve el honor de estrechar la mano que me extendió una sola vez. Después fueron abrazos revestidos de respeto, admiración y cariño. Fuimos amigos y evidentemente compañeros de equipo en otra misión en la vida: la paternidad.

En aquellos días, los que he prohibido a la memoria olvidar, ya Don Jaime llevaba décadas retirado del béisbol. Ya no era pelotero, era filósofo. Y me matriculé casi todas las tardes en un curso donde la sala de clases era algún parque de pelota. Me dediqué a escucharlo, a aprender de su actitud ante la vida, de su prudencia y de su pasión por Puerto Rico y por el béisbol.

Mi primera lección fue acerca de humildad y lealtad. Lo ataqué con una pregunta imprudente ante un grupo de padres y voluntarios del deporte en nuestra comunidad:

– Don Jaime, ¿es cierto que usted se ganó a Cuba?

– Me miró y respondió con carácter: “No, yo no. Se lo ganó el equipo”.

Y nadie dijo nada. Nadie en su sano juicio hubiese añadido una palabra a aquella inexpugnable respuesta. La integridad y el respeto a la historia no dejan espacios protagónicos al ego de un hombre justo con sus compañeros. Ese tipo de persona era don Jaime Córdova.

La segunda lección fue poderosa y ocurrió una noche en que don Jaime, siempre cooperador, se subió a la loma a lanzarle práctica de bateo a los pequeñines para que el dirigente descansara. “¡Déjame ayudarte, chico!”. Y se apoderó de la loma, como si fuera la parte baja del noveno. Mientras lo observaba hacer sus envíos hacia el plato, le comenté a Luis Febo, dirigente del equipo: “esos nenes no tienen idea de quien les lanza”. La hipótesis era falsa; todos los niños sabían. Les lanzaba el papá de Juan Rafael.

Entonces, llegó el momento de corregir a un chiquitín sobre la técnica y postura para conectar un toque de bola. Tomé un bate para tratar de demostrarle al niño algo de lo poco que un pelotero del montón pudo hacer en una caja de bateo. Y luego de la teoría sobre el toque de bola, que a veces para nada sirve en el béisbol, tuve la osadía de solicitarle a don Jaime un lanzamiento. Y me lanzó una recta que no tenía padecimiento alguno en ruta, altura y velocidad. La demostración tuvo éxito. La pelota se arrastró unos diez pies y se detuvo a unas dos pulgadas en el interior de la línea de la tercera base. El peloterito me aseguró, con la confianza que a algunos profesionales les puede faltar: “lo voy a hacer ahora”, mientras yo exclamé a los presentes: “¡puedo decir que le di un toque perfecto al Látigo Córdova!”.

No sabía las implicaciones de aquella provocación. “Párate ahí de nuevo para que veas”, respondió. Los presentes estallaron en risas, pero a don Jaime no le hizo mucha. Quienes entendemos el juego, sabemos que a ese tipo de comentario le aplica una regla no escrita en el béisbol. Y tuve mi segundo aprendizaje. El espíritu del jugador es eterno y no se reta. Mucho menos si fue un pelotero que jugó de corazón.

Don Jaime se ocupó de lograr una revancha conmigo. Y la tuvo. La dejó escrita de forma indeleble, nada más y nada menos que en el patrimonio literario del deporte puertorriqueño. Un buen día me solicitó tomarme unas fotografías para ilustrar ciertas posiciones defensivas en un capítulo de su ya clásico libro Beisbol de Corazón. Me sentí alagado. Posar para el libro de don Jaime era una distinción muy grande. Cuando llegué al parque para que me tomaran las fotos, me informó que el capítulo se titulaba “El malango”. Aún herido en mi falso orgullo de pelotero, no pude decirle que no a don Jaime. Después de aquel celebrado toque, me ponchó fácilmente con un “lanzamiento” revestido de su brillante y fino sentido del humor. Fue un honor.

Al enterarme de su deceso, no han faltado lágrimas para mi querido amigo y mentor, por los buenos tiempos en que nos hicimos presente en el desarrollo cívico-deportivo de nuestros hijos. No me queda más que extender muy respetuosamente mis condolencias a sus familiares y amigos más cercanos.

A mí me lanzó Jaime Córdova, el glorioso serpentinero, el filósofo del juego de pelota, el padre, el hombre de familia, el destacado escritor, el colega profesor, el ciudadano ejemplar, el puertorriqueño. Debe estar lleno e iluminado el estadio de la eternidad, porque “El Látigo” está sobre la loma.


El autor es profesor en la Universidad de Puerto Rico en Humacao. 

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