Río Grande — En esta porqueriza, donde no huelen ni las azucenas, los lechones saben que los van a matar. Por eso gritan como polea sin mantenimiento. Ellos se asoman en los corrales con los ojos bien abiertos y, cuando se hace un movimiento en falso, entorchan el rabo como sabiendo que es Navidad y que en estos días en Puerto Rico se celebra con su sacrificio en carne el nacimiento del venerado niñito Jesús.
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Papulín Casillas no ha llegado a su finca, pero ya el primer cerdo está en las manos de los muchachos. Son las siete de la mañana y en este monte de Río Grande hay que matar seis lechones antes de mediodía. Los matadores dicen que seis “es un quitao”, porque cuando llegue nochebuena estarán “pidiendo cacao como con 30”.
“Muchacho, aquí yo he sabido matar 24 lechones sin parar. El año pasado estuve desde por la mañana y a las nueve de la noche estaba yo matando lechones”, recuerda uno de los expertos.
Los cerdos se matan “en lo que el diablo se saca una pestaña”, explica el hombre que está metiéndole mano al primer puerco con el mismo amor que un mecánico a una “tres potes”.
El proceso de la matanza “es sencillo”, según dice. Hizo un lazo con soga —de esas amarillas—, seleccionó el ejemplar a dedo, lo amarró, lo pesó en una vieja báscula y en un santiamén le descargó 120 voltios en el lomo. El lechón cayó como tuerca y el final de una breve temblequera sirvió para confirmar que el marrano “estiró la pata”.
“A dormir. Esto es rapidito, porque la tecnología está haciendo las cosas fáciles. Antes había que agarrarlos entre dos o tres y darle una buena puñalá”, detalla el matador, sosteniendo una barra con dos puntas de metal que sirve de herramienta una vez se le pasa corriente con una extensión eléctrica.
Mira el video, desde el matadero. (Edición: Javi ’Balky’ López / Cámara: José ’Bebé Carnation’ Encarnación):
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Ahora lo que procede es terminar de afilar un puñal de seis pulgadas para clavarlo directo al corazón del ya fenecido cerdo, que pesa 45 libritas. Es el más pequeño de los que morirían hoy. En la lista de espera hay dos más de 50 libras, uno de 105 y otro de 120. Los muchachos son solo dos y uno de ellos tiene más de 60 años. El que nos habla es “un nene de 40 y pico”.
“A mí se me tranca este dedo (el anular de su mano izquierda), porque me chavé un nervio dándome una puñalá sin querer. Estaba rajando un puerco y lo pasé con tanta fuerza que me clavé la navaja en la muñeca”, dice. Sin embargo, el tipo coge el cuchillo con autoridad y sin pena ni gloria pasa la carne del puerco como mantequilla, provocando que la sangre salga a borbotones desde la parte baja del pescuezo. Poca es la que se pierde derramada en el piso y la que salpica se funde con fango y caca.
El lechón desangra a las millas en una cacerola y a unos pasos de la mesa de trabajo, al fondo, justo al frente de nosotros, en el chiquero y el babote, observan las puercas madres y los padrotes, que son como 20. Entremedio, hay una bañera vieja con agua hirviendo sobre leña. Ahí es donde van a meter al puerco para dejarlo “como nalguita de nene chiquito” una vez recojan la sangre que más tarde servirá para trabajar las morcillas.
“Ahora hay que pelarlo bien pelaíto, con esa agua caliente y una pala”, detalla el matador, que en estos momentos pega a guayar el cuero del cerdo hasta dejarlo con la menor cantidad de pelos.
No pasan ni diez minutos y sacan el lechón de la bañera para terminar de afeitarlo a navaja. “Después los maniáticos dicen que el cuero tiene pelo. Pero muchacho, yo me lo como así”, prosigue el cuarentón, mientras el viejo le saca las pesuñas al lechón monda’o de la risa.
Entretanto, hay que afilar un poco más el puñal, para que no haya problemas con los huesos, ahora que van a rajar “este aparato” por la mitad. Se le deja caer la navaja poco más de una pulgada más abajo del buche y, sin mucha presión, el puñal pasa la panza del puerco como un bacalao. Lo destripan y todo el interior se guarda en un barril con agua tibia. De nuevo, ya mismo hay que bregar con las morcillas y el resto de los manjares navideños.
“Mira qué lindo está esto. Ahora le sacamos esa poquita de sangre para aprovecharla. No se puede perder nada”, dice el hombre, casi con el tono del legendario Tavin Pumarejo.
Lo que al suelo se cae, se lo comen los cerditos que en un tiempo correrán la misma suerte que el difunto. Las crías corretean por ahí con unos cuantos cabritos y un caballo, que se comporta casi con la misma actitud que un perro juguetón, nos observa mientras se entretiene meneando el rabo para sacudirse las moscas.
Como el diablo está en los detalles, los muchachos añaden que hay que sacar las viseras del lechón, para evitar que se pudra la carne. “Le quitamos eso y ya. Un poquito de agua y pa’ afuera”, puntualiza el matador al terminar la primera pieza artística del día.
Acaba de llegar Papulín, que le ha dedicado más de diez años a la industria de los cerdos. Hace su entrada con dos libras de pan de agua para un desayuno de lo más pintoresco. A Papulín le toca adobar los lechones y dice que este negocio es un sube y baja.
“En una Navidad podemos matar hasta 180 cerdos. En un año como ocho al mes”, asegura. “Estamos trabajando con esfuerzo, luchando por vivir”.
Por eso aquí la jornada continúa. El segundo lechón comenzó a gritar y más temprano que tarde los seis cerdos estarán en la vara. Los hambrientos matarán el hambre en el nombre del Señor.