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“Esta noche es Nochebuenaaaaa
Vamos al bosque, hermanitoooo….”
El hecho de que llevemos encerrados ocho meses nos ha enseñado a valorar cosas, espacios y rituales que antes eran un mero objeto, esquina o trámite. Es así como luego de años con un árbol de Navidad artificial que se fue reduciendo en tamaño hasta tener uno minimalista, por decir algo, estas navidades pandémicas decidí que era hora de volver a tener un árbol natural.
La idea es llenar de olor a pino la casa/oficina/destino de paseo, además de tener una actividad extra en nutrirlo con agua y aspirinas para extender su tiempo de verdor, y sobretodo rescatar la tradición de decorar el árbol en familia. Desconocía que aquella canción de “vamos al bosque hermanito a buscar un arbolito” se convertiría en una aventura, pero urbana en lugar de campestre.
Conseguir un árbol natural en estos tiempos pandémicos es tarea complicada. Lo primero es que debes saber dónde acudir para la compra si no quieres que el árbol se lleve buena parte de tu quincena. También, debes estar consciente de que como todo en estos días comprar el árbol tiene su protocolo de COVID-19, según la “orden ejecutiva de Wanda”, te recuerdan los dependientes en las ventas de árboles.
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Fuimos inicialmente a un supermercado de cadena cerca de casa donde hace años conseguía mi arbolito a buen precio y con forma decente. Bendito… solo había un vagón por una esquina del supermercado y dos o tres árboles a los que yo con mi estatura de 4.11 y medio miraba desde lo alto. Ni siquiera nos bajamos del carro. Vamos a intentar por Levittown que hay un área de venta de árboles. Hasta allá llegamos en la guincha de casa, sin aire acondicionado, por aquello de que cuando trepáramos el árbol seleccionado en el techo no se guayara la guagua nueva.
Mascarilla puesta, fuimos al área donde tenían los árboles. ¿Cuánto?, preguntamos a la señora que con mascarilla custodiaba la pequeña arboleda canadiense a pleno calor del mediodía en una isleta de Levittown. De $65 en adelante, soltó sin especificar cuál era de $65 y hasta cuánto podría costar el más frondoso. Los observamos, algunos ya con las hojas quemadas del sol o del tiempo que haya llevado desde que lo cortaron en su país de origen hasta llegar al Caribe. No. No vamos a pagar tanto dinero por un árbol. ¿Y si vamos a Guaynabo?, nos planteamos. Pero, rápidamente descartamos la idea al recordar que en Guaynabo City los precios se duplicarían.
Volvimos a intentar en un supermercado de cadena, esta vez en Bayamón. Allí habían más arbolitos que en el primer supermercado que acudimos. Temperatura, hand sanitizer y una familia a la vez. Ese era el protocolo anti COVID y los dependientes que velaban por su cumplimiento eran más estrictos que Mrs. Santiago cuando nos daba exámenes en la Abraham Lincoln.
Una vez logramos acceso al cuadrángulo de los árboles, al agarrar el primero para intentar verlo… “No pueden tocar los árboles, es por la orden ejecutiva de Wanda”, nos dijo el chico que trabajaba allí. “Pero, lo pueden abrir para ver su forma o si está frondoso o verde”, preguntamos. “No Miss… es que aquí seguimos la ley. Hay sitios que no la siguen, pero aquí y en Cotsco por ejemplo, es por la orden ejecutiva”, nos dijo el mismo dependiente. “Diache, pero es comprar a ciegas”, le replicamos. “Puede verlos, pero sin abrirlos y sin tocarlos”, reiteró el joven.
“Tin marín, de do pingüe”… A escoger sin tocar y sin ver….
Bueno, el único parámetro era la altura y mirar el tronco que luciera robusto. Si la forma era extraña o tenía áreas sin ramas o deshojado, sería una lotería. Y así seleccionamos uno de los que estaban allí y sin gastar más de $40. “Señora tenga este ticket, vaya y vuelva con el recibo de pagado, me devuelve el ticket para otros clientes”, fueron las instrucciones. Agarramos aquel recibo manoseado por decenas de compradores como nosotros —aunque por protocolo de coronavirus no pudimos tocar el árbol— pagamos y el joven con un compañero trepó el árbol seleccionado en nuestra güincha. Él dice que lo amarró con papel plástico y que así llegaría a salvo a nuestra casa. Agraciadamente, llevamos una soguita que sirvió para aguantar el árbol cuando el plástico se hizo cantos con el viento de la número dos.
Esta búsqueda de un árbol fue más complicada que cuando alguna vez fui al monte de casa de abuela con papi para cortar un arbolito, quitarle las hojas, pintarlo de blanco y decorarlo en lo que era mi casita de muñecas en la marquesina de María del Carmen en Corozal.
Ya entrada la tarde, llegamos a casa, montamos el árbol, lo decoramos y agraciadamente su aspecto es presentable. No es el más frondoso, ni el más verde, pero su forma es bastante pareja.
Ahora la casa huele a pino, a Navidad. Podremos tener un área que nos recuerde que es tiempo de fiesta y alegría, a pesar de la distancia.