YABUCOA — Ser pobre, viejo y vivir solo puede ser el huracán más devastador para cualquier ser humano.
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En la casa de don Fermín Pérez, por ejemplo, se puede decir con seguridad que, a dos años del huracán María, los estragos del temporal más destructivo en la era moderna de Borinquen no son comparables con las tempestades emocionales que se producen naturalmente, en la misión de digerir la circunstancia de un septuagenario que sigue apostando a la vida en condiciones deplorables.
Esta casa, que ubica en el kilómetro 8.3 de la carretera 182, en el Barrio Calabazas Arriba, en Yabucoa, no tenía luz hace un año, porque luego de María la Autoridad de Energía Eléctrica (AEE) decidió no restablecer el servicio por la falta de una toma.
Cuando este medio denunció el caso, el problema fue resuelto y fueron muchas las personas que llegaron a Yabucoa para dar la mano.
La puerta principal de la casa de don Fermín era de madera y fue destruída por el temporal, como algunas ventanas de la residencia. Ahora, hay ventanas nuevas y una puerta de aluminio, cuyos marcos, cuadrados con mezcla lista, hacen evidente la prisa
en los procesos de instalación.
Lo primero que uno ve al entrar a la casa es una nevera nueva, de paquete, que, según Fermín, lleva varios meses en la caja. El hombre, que asegura no recibir apoyo de su familia, al sol de hoy todavía no cuenta con su Seguro Social, por un aparente robo de identidad. Fermín dice que la nevera se la dio FEMA y que unos norteamericanos se encargaron de la infraestructura.
Sin embargo, en el interior la loza continúa desprendida, la vieja cama con hongo de don Fermín luce sábanas sucias y los días se agotan en la calle, en el patio, en el balcón o la sala.
“Vino gente buena y me ayudaron. Una gente ahí de algo que se llama Hogar Renace. También vinieron y me pusieron unas ventanas nuevas y esa puerta, que está tremenda. Me hacía mucha falta, de verdad. Esa neverita la tengo en la caja, porque había comprado otra, que me costó cincuenta pesos y salió buena”, explica contento, mientras abre la mohosa y ruidosa nevera donde apenas hay dos botellas de agua.
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El anfitrión aprovecha para enseñar una cama nueva que también mantiene en cajas hace meses. Hay gabinetes y una coqueta, que tampoco se han desempacado.
“Eso sigue en las cajas porque mira ese techo, mira cómo está eso. Arriba bregaron unas cosas, pero no puedo montar la cama porque se me daña con el agua. Prefiero mantener esas cosas guardadas y que no se dañen, ¿entiendes?”, prosigue.
El techo de don Fermín no tiene toldo azul, pero se filtra el agua. La torta se desprende más que antes en los cuartos, en la cocina, en el comedor y en la pequeña sala. Hay varillas expuestas, explotadas y el panorama sanitario luce igual o peor que el año
pasado.
Y sí, hay luz. También hay agua. Lo que no hay es un hogar.
“Yo estoy bien agradecido de toda la ayuda. De verdad que me han ayudado mucho. Yo trato de mantener esto, pero no hay trabajo para un viejo como yo. Yo quiero arreglar el techo y limpiar todo, pero no es fácil”, añade el don de 71 años, quien se mantiene con cupones.
Más allá de los cuatro televisores, de la lavadora que se pierde entre la maleza a las afueras de la residencia, de la ropa y los zapatos regalados, la soledad y la insuficiencia es lo que más evidente aquí, por más que don Fermín insista en el
imaginario de que las cosas están muy bien.
“Yo estoy solo, pero estoy en salud. Me siento bien. Yo levanto pesas todos los días ahí afuera, con una barra vieja. Trato de vivir y seguir”, detalla.
Pero la mirada del viejo y la imagen de su casa consumida por las enredaderas también hablan: no hay recursos, no hay mucho ánimo y es poca la esperanza.