GUÁNICA – Doña Basílides Villa y su hijo Juan Carlos Acevedo bajan todo lo que pueden del segundo piso de su residencia, sin prisa, pero sin pausa.
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Bueno, las pausas las hacen, sí, para mostrar sin tapujos los daños que han causado a su hogar los terremotos recientes. El baño está hecho cantos, con el inodoro desprendido de su sitio, como si un ogro hubiese metido la mano por el techo a arrancarlo. Las paredes agrietadas asimilan las líneas de la palma de una mano. El comedor quedó destruido, pedazos del techo se han caído al piso y una mesa de cristal se hizo granos. Frascos y latas yacen en el suelo, hay una alacena descalabrada encima de un gabetero y cantos de losas rotas por doquier, con filos listos para cortar el pie de quien se atreva pisarlas.
Foto: José Encarnación
“Desde el primero hasta ahora… yo he sentido todos esos temblores. Pero ya yo me voy a Sábana Grande con mi hijo. No se puede aquí… no se puede. Es que uno no sabe qué más va a pasar… o cuándo va a pasar”, expresa la señora, de poco más de seis décadas de vida, con esa sosegada inquietud que emana siempre desde lo más lúgubre del siempre incierto destino.
Es el azote del azar. En el casco urbano de Guánica la incertidumbre se respira con el polvorín. Son muchos y grotescos los daños causados por los temblores, pero el terremoto constante es emocional. Mas allá de las estructuras destruidas, los escombros mentales no se ven a simple vista. Tiene que ver con la cosa esta de qué va a pasar, cuándo, dónde y cómo.
En Guánica lo que se vive es el presente, porque el pasado ya no importa y el futuro puede ser tan inclemente que es mejor ni pensar en él. Queda el ahora: el temblor que pasó, ya pasó; y el que viene, aún no llega.
En la calle 25 de julio, por ejemplo, doña Basílides llena el baúl de su carro con ropa, calderos y lo que tenía en aquella lastimada alacena. Su hijo, Juan Carlos, hizo de tripas corazones para alquilar un nuevo hogar para ella y su papá encamado, pues, luego de la fuerte sacudida de magnitud 6.4 en la madrugada del martes 7 de enero, las grietas en las paredes y el techo se convirtieron en seria amenaza.
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Fotos: José Encarnación
El sur de Puerto Rico sigue temblando, cientos de casas han sido destruidas, los servicios básicos de agua y luz penden de un hilo y no se sabe cuándo acabará la odisea.
“Tuvimos que hacer un revolú… ellos tienen que salirse de esta propiedad”, explica Juan Carlos desde la tranquilidad del desesperado. “Estos temblores no avisan y la tierra ruge duro, ¡mira cómo dejó esto!”.
Las escaleras que conectan con la planta baja también están agrietadas, imagen que se vuelve hipérbole cuando uno mira cada escalón que pisa. Doña Basílides gira la cabeza de un extremo al otro de la residencia, observa y tose. Se puede inferir que su corazón y el de su hijo laten a una velocidad común aquí adentro.
“Con el temblor grande [el de 6.4] me paré en el marco del pasillo y me tumbó para el cuarto, de lo fuerte que fue. Esto está intacto. Como quedó, así mismo lo he dejado”, dice Basílides, a quien le importan muy poco las ayudas gubernamentales. Asegura que solo quiere paz emocional, algo que parece no llegar en los mismos camiones de los suministros, que ya sobran por esta zona.
“La carga es impresionante. Peor que con el huracán María. El huracán fue un aguacerito en comparación con esto. Para María teníamos mapas que nos decían por dónde iba, pero esto es fuerte, fuerte, porque no avisa. Te coge de sorpresa y a Dios que reparta suerte”.
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Fotos: José Encarnación
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En la calle principal del barrio Arenas, en la zona montañosa de Guánica, Milady Casiano y su esposo, Jayson, miran desde la calle lo que aún es su propiedad, aunque no saben si seguirá siendo su residencia.
“Yo no quiero volver a entrar ahí”, dice Milady, a horas de pasar su tercera noche en un campamento que ha improvisado junto a su esposo, sus hijos y otros vecinos a orillas de la calle. Un toldo azul sirve de techo en un solar baldío, hay un par de matres en la grama, una caseta de acampar y sábanas para cuando caiga la noche y apriete el frío.
La casa donde vivía esta familia, al igual que todas en esta hilera de edificaciones apartadas del casco urbano, está construida en el costado de una loma y la base que la sostiene consiste de columnas de bloques, varillas y concreto. Jayson recuerda que luego del temblor de la madrugada del 7 de enero, poner un pie en la casa produce casi la misma sensación que sentarse en una hamaca.
“Cada vez que me asomaba, temblaba… además de que está temblando muy corrido”, dice.
Foto: José Encarnación
Hay una grieta en la pared de un cuartito de cemento en el primer piso, al lado de las maltrechas columnas que apenas aguantan el segundo nivel, donde precisamente dormían cuando llegó aquella gran sacudida. Así las cosas, decidieron salir de allí, cruzar la calle y sobrevivir a la intemperie. Cuentan con una cocina improvisada a base de hornilla de gas, barbacoas y neveritas de foam con hielo. Como sabrán, en Guánica no hay luz y en bien pocos sitios hay agua.
“A mí no hay quien me haga entrar a esa casa a dormir, a quedarme ahí”, le hace coro Jayson a su esposa, mirándola de reojo y secándose el sudor de su frente.
No hay duda de que, psicológicamente, vivir un terremoto puede afectarte bastante. Distintos estudios a través de los años —por instituciones como la Universidad del Sur de California y el Instituto de Siquiatría de Londres, entre otras— relacionan estas experiencias con angustia sicológica a corto, mediano y largo plazo. Es común que se desarrolle Desorden de Estrés Post-Trauma (PTSD), al igual que quienes experimentan otros desastres naturales.
Sin embargo, la ansiedad y el miedo en esta instancia se diferencian de lo que puedes experimentar luego de un huracán, por ejemplo. Las personas que han pasado por temblores o terremotos pudieran pasarse la vida buscando formas de predecir cuándo viene el próximo fenómeno. Es decir, se vuelven híper-vigilantes.
Foto: José Encarnación
“Nosotros pasamos María ahí…”, dice Jayson, antes de que Milady lo interrumpa con la energía de una fiera. “¡Esto es mil veces peor que María!”, exclama la mujer, de unos treintitantos. “No, no… María no compara”, agrega, ya más calmada, pero furiosa por sentirse impotente.
“Bendito, en María lo que yo sentía era las ráfagas dando contra las ventanas. Lluvia, qué se yo… Pero mira esas grietas. Eso voy a tener que demolerlo y sabrá Dios qué más. ¡Aquí se sacudió la casa, mano! Mira, mira eso…”, se compunge Jayson. Su dedo índice de la mano izquierda señala hacia el costado de su casa, donde parece que Hulk, el héroe verde de Marvel, acaba de dar un puñetazo.
Mientras Milady y Jayson narran su presente, pululan por el barrio Arenas dos caravanas desde los municipios de Loíza y Bayamón. Reparten víveres: paquetes familiares de hamburguesas y hot dogs, con sus respectivos panes, leche UHT, catres, sillas y agua, muchas, pero que muchas cajas de agua.
Tras mostrar —de lejitos— los estragos que los sismos han causado en su casa, la pareja cruza la calle hacia su nuevo hogar bajo toldo. Ella trabaja en un centro de cuido de niños, él en una cadena de farmacias de las que venden de todo y están choretas. No van a trabajar desde el martes del temblor y mañana, que es viernes, tampoco lo harán. Los niños no van a la escuela.
“No… Yo creo que yo empiezo a hacerles homeschooling“, dice Milady. La escuela intermedia Agripina Seda, en Guánica, se vino abajo con el temblor del 7 de enero, a pesar de que había pasado inspección luego del temblor de magnitud 5.8 el 6 de enero. Milady hace hincapié en el detalle de la inseguridad en los planteles escolares, pues el Estado había dicho que la Agripina Seda estaba apta para abrirse. Además, el propio secretario de Educación, Eligio Hernández, confirmó a la prensa que el 95% de las escuelas del país (856) no cumplen con los códigos de construcción.
Foto: José Encarnación
“Le hemos cogido fobia a la casa”, restablece de inmediato, para que no se olvide que ni en la escuela, ni en el hogar. Aquí nada se siente seguro. ¿Iglesia? Mire las fotos de la Inmaculada Concepción de Guayanilla. ¿Alcaldía? Vaya al casco urbano de Guánica. De nuevo, acá nada se siente seguro. Entonces, ¿qué tiene que suceder, si algo, para que Milady y su familia vuelvan a su casa?
“Que estos nervios se calmen. Que esto deje de temblar. Dormimos en la guagua. Ahí mismo se sienten los temblores”, resume. Y suspira.
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Ahora mismo, son casi las seis de la tarde y Santos ’Papichy’ Seda no está en la plaza del pueblo. Ahí, en un costado de la plaza, está la alcaldía, con la mitad de las decoraciones navideñas en el piso y las paredes agrietadas. Frente a la iglesia, también machucada, hay un puñado de hombres que nos dicen que si buscamos al alcalde en las inmediaciones del coliseo Mariano ’Tito’ Rodríguez quizás lo encontremos.
Nuevamente, le pasamos por el lado a la casa de doña Basílides, ahora trancada en el portón de las escaleras. En esta ocasión, dejamos atrás la apocalíptica cinematografía del casco urbano de Guánica. A dos minutos en automóvil está el coliseo, el cual parece hoy una gigantesca feria de salud y/o empleo, con muchas carpas y mesas, donde a los ciudadanos se les informa o ayuda de distintas formas, dependiendo su necesidad inmediata. No es la misma imagen del campo de Milady y Jayson.
El ambiente acá se ve cargado, muy ocupado. Se mueven cajas de lado a lado, corren como 50 conversaciones a la vez, la gente escribe, habla, contabiliza y algunos hacen acto de presencia estando ausentes. Buscamos, preguntamos, pero ’Papichy’ no está por ningún lado.
Foto: José Encarnación
“Llevo de reunión en reunión con distintas autoridades”, dice el alcalde de Guánica cuando finalmente le responde el teléfono a El Calce y a Metro.
En este jueves, dos días después del terremoto del martes, 7 de enero, el alcalde afirma haber contabilizado más de 300 edificaciones que quedaron destruidas, “hogares, comercios, escuelas, centros comunales, facilidades deportivas… de todo”.
‘Papichy’ se oye bien cansado. Su voz, quebrantada a través del auricular, carga un tono de espectro de ultra tumba que vuelve aún más color ceniza la imagen de quien lo escucha. Pareciera como si tuviese un taco permanente en la garganta.
“Duele, cansa, agota. Este es el escenario que estoy viviendo. El alcalde sufre lo que sufre su pueblo, incluso, más allá que su familia”, dice agobiado el alcalde, como si aceptase ser el representante oficial del sentimiento de incertidumbre del suroeste de Borinquen, o de Guánica, al menos.
“Lo he dicho desde el primer momento, el reto mayor, lo más que me preocupa es la salud emocional de mi pueblo. ¿Lo más difícil? ¡No saber cuándo va a terminar esto! Si yo supiera cuándo va a terminar, uno se tranquiliza. Pero este evento de la naturaleza es impredecible. Yo quisiera que esto terminara, yo estoy durmiendo fuera de mi casa, con el mismo temor de todos en Guánica. Para mí no es nada agradable ver cómo se siente mi gente”, se desahoga ’Papichy’.
Foto: José Encarnación
El alcalde agradece la voluntad de quiénes han ayudado a Guánica. Narra el desfile de figuras que ha pasado por allá. Dice que se reunió con Natalie Jaresko, directora de la Junta de Control Fiscal, “que vino a Guánica y hablamos de los fondos de emergencia”. También, un chin más emocionado, agradece la ayuda que le trajo Alex DJ, de Telemundo, la de los alcaldes de Loíza, Naguabo, Bayamón y Aguas Buenas, y la del productor de reggaetón Raphy Pina. Subraya que mantiene comunicación constante con oficiales de la autoridades de Energía Eléctrica (AEE) y de Acueductos y Alcantarillados (AAA) para monitorear las reparaciones en ruta a restablecer estos servicios, un desconocimiento que afecta todo. Claro, no hay sentimiento peor que el no saber cuánto durarán las medidas que en estos momentos se están tomando.
Por ejemplo, señaló que en las inspecciones que realizan el Departamento de Educación junto al de Edificios Públicos “han ido a la escuela Agripina Seda, que ya no se puede usar más, a la Aurea Quiles, que ya no se va a utilizar más, y a la escuela José Rodríguez de Soto, que está en las mismas. Y los centros comunales no se pueden usar más. ¿Entonces, las familias dónde los ubico? Esto no es cáscara de coco”.
“Para colmo, a las escuelas y los edificios los chequean y se van a volver a inspeccionar, pero se inspecciona hoy y lo que está bien hoy, mañana puede estar inhabitable”, apostilló el alcalde.
’Papichy’ estalla con un “¡mucho, mucho peor que María!” cuando se le pide una somera comparación de esta situación de emergencia con la que propició el huracán que despedazó a Puerto Rico en 2017. Cortésmente, se despide.
Foto: José Encarnación
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Se comenta en el norte que, una vez cae la noche en el tembloroso carso sureño, mucha gente de Guánica y pueblos adyacentes llega al estadio Mario “Ñato” Ramírez, en Yauco, para tratar de pegar un ojo. Y es verdad. Ahora mismo hay cerca de 1,500 personas distribuidas en el estacionamiento y la mayoría no es del pueblo del café. No hay casi alumbrado y el servicio de agua es inestable para la matrícula aquí presente.
Ante esto, el alcalde Luigi Torres no se cruzó de brazos esperando que el gobierno central actúe con la urgencia necesaria y montó un campamento donde, en estos momentos, pasadas las ocho de la noche del jueves 9 de enero, se reparte comida caliente con el esfuerzo ciudadano. Los suministros no faltan. Aquí la piedra en el zapato de la recuperación ha sido la burocracia de esas autoridades que dicen estar arriba de las municipales a la hora de combatir la tortura de encontrar el sueño en el piso. Por eso, temprano este día, Luigi se levantó de una silla y abandonó una reunión con agencias federales y estatales.
“Parecía ilógico que a cuatro municipios de la zona sur que estamos experimentando esto no pudiera llegar la asistencia directa”, dice el alcalde desde el estadio, donde se trazan estrategias para llegar a los barrios. “Ahora mismo nos está llegando agua potable y vienen 1,500 catres de camino”, añade.
Sí, luego de levantar la voz, hubo respuesta inmediata para Yauco. Al menos, en ciertos aspectos. De hecho, aquí está el secretario de Estado, Elmer Román, quien vino a hablar con el alcalde luego de la reunión. También llegó personal de FEMA para calmar las aguas.
“Logramos que puedan establecer aquí carpas con aire acondicionado por parte de la Guardia Nacional para dar servicios médicos, porque aquí tenemos centros de envejecientes que están en la calle”, detalla el alcalde.
Foto: José Encarnación
“Él [Román] me dijo que le diera entre 48 y 72 horas… Preferían que fuéramos al Campamento Santiago, pero la gente no va a moverse lejos de sus residencias, porque tienen miedo de que las saqueen. Por eso se van a sus casas de día y vienen a pernoctar en la noche”, explica.
Minutos más tarde, se sacude un poco la tierra en Yauco. Los reunidos en las inmediaciones del estadio lo comentan, pero no hay mucha más sorpresa entre los locales que no salga del contraste con algún otro sismo más fuerte. Lo mismo, ahora a esperar el próximo. Y así, saciada la sed de expectativa brevemente con este temblor, prosigue la nueva cotidianidad del sur de Puerto Rico, la desesperanza y el miedo vueltos trivia, en espera del próximo azote del azar.