Encontraron un cuerpo calcinado en el pueblo de Cayey. Un cuerpo al que le quitaron la vida y luego, como si no fuera suficiente, lo quemaron como si fuera leña, basura inservible, papel. Lo quemaron como si quisieran apagar su voz; como si ya el solo hecho de dejarlo sin vida no fuera suficiente. Como si arremeter contra el mismo una primera vez no hubiese bastado.
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Realmente, no bastó una primera vez. Ni dos, ni tres porque antes de dejar el cuerpo sin vida y de quemarlo, intentaron varias veces dejarlo sin voz. Intentaron apagar el brillo de sus ojos, quisieron desaparecer la sonrisa grande que cargaba su boca.
Así que, este cuerpo que encontraron, vagó por meses en la obscuridad tratando de esconderse de la mano que una vez prometió cuidarla. La misma mano a la que le pusieron esposas por haberse manchado con sangre de una mujer maravillosa, especial e inteligente.
Era un cuerpo bonito, de pelo rizado, con tez blanca y en su rostro ojos expresivos, que se achicaban a la hora de dar una sonrisa. Era un cuerpo lleno de fuerzas, de metas y ganas. Un cuerpo lleno de luz, ese cuerpo destilaba paz, alegría. Pero poco a poco el cuerpo fue cambiando. Las sonrisas desaparecieron y los ojos expresivos solo se ponían chiquitos cuando salían lágrimas de ellos, que era todos los días.
Y es que batallar contra la corriente no es fácil. Demostrar que eres una mujer valiente tampoco lo es. Caminar con pausa, mirando a todos lados, cansa. Sentirse sola sin que nadie te proteja, agota. Por eso el cuerpo cambió, porque tropezar todos los días no se siente bien, te causa moretones y al final, no te queda otra cosa que sentarte a ver cómo se te va la vida de tus manos.
Un cuerpo lleno de vitalidad se convirtió en uno inservible en menos de dos meses. Un cuerpo que le gustaba sentir la lluvia quedó destrozado en menos de un mes. Un cuerpo que era único, quedo golpeado en menos de dos horas. Un cuerpo, tan frágil como cualquier otro cuerpo, quedó irreconocible en menos de una hora.
Un cuerpo que en un abrir y cerrar de ojos perdió su voz, en segundos quedó calcinado, desnudo, cambiado, alterado, golpeado, manoseado, acribillado, sin paz.
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Se preguntarán por qué hablo de meses si en segundos quedó tirado como basura en un monte, pero es que el cuerpo se estaba quedando sin fuerzas desde que Ingrid Alvarado Rodríguez la traicionó al no creer en su llanto, en sus palabras, en ella. Y cuando nadie cree en ti, tu ser y tu alma se van apagando.
La “HONORABLE” jueza Ingrid Alvarado Rodríguez fue la persona que no encontró causa cuando ese cuerpo, MI CUERPO, fue a pedir una orden de protección al tribunal. No solo una, sino dos veces. No fue tranquilo, ese cuerpo, MI CUERPO, fue gritando auxilio, demostrando que tenía razón y suplicando que lo ayudaran porque su vida estaba corriendo peligro. Pero las dos veces solo escuchó un NO CAUSA. Solo tenían que creer.
¡Ni siquiera le dieron el privilegio de la duda!
Llevé pruebas, narré como me acosaban en mi propia casa, como no respetaban que la relación había acabado. Demostré que se burlaban de mí, que me dijo riendo que me iban a hacer daño emocional y que iban a jugar conmigo. Como si no hubiese sido alguien importante para mi ex pareja, conté cómo se jactaba diciendo que iba a publicar fotos intimas mías como si mi privacidad no significara nada.
Y al final, nada significó. Nada fue importante, ni las pruebas, ni mi voz, ni mis ganas. Al final, como siempre pasa, ni siquiera la determinación de “no causa” está explicada por la jueza. Como si nunca mi voz hubiese sido escuchada. Como si nunca hubiese importado que estaba en peligro.
Hace poco más de un mes intenté levantar mi voz, pero me silenciaron. La justicia de mi país no quiso creer en mí ni siquiera estudiaron las pruebas. Hace poco menos de 24 horas mi voz, mis ganas, mis miedos y mis sueños se apagaron porque todos en los tribunales que visité me dijeron que NO.
Soy Andrea Cristina Ruiz Costas y el cuerpo que encontraron irreconocible, lleno de golpes en la cara, sin cantos de cabello, calcinado es el mío.